Julia Keleher llegó hace poco al
país. Aparentemente, el nuevo gobierno buscaba a alguien ajeno a los circuitos
puertorriqueños para dirigir el Departamento de Educación. Sin duda, para esta
colosal institución pública, tenía vislumbradas grandes transformaciones.
Pasados gobiernos del PNP permitían sospecharlo y el ambiente ideológico del
gobernador auguraba tiempos difíciles para los estudiantes y maestros del
sistema público de enseñanza.
Desde que ocupó su cargo, fue
evidente que Keleher sería la mujer de La Fortaleza. La trajeron de lejos, la
nombraron secretaria para luego convertirla en contratista y así duplicarle el
sueldo establecido para un jefe de agencia. El salario de Keleher (como el de
Pesquera en la Policía) es un escándalo mayúsculo en un país en quiebra, pero
también es un mal indicio: ¿qué se le ha pedido a estos secretarios para que se
les compense monetariamente de esa manera? A este motivo de preocupación se
añade otro: la propia secretaria confesó no hace tanto que no pudo escoger a su
equipo de colaboradores y que éste había sido seleccionado e impuesto por La
Fortaleza. He aquí otro motivo de inquietud: ¿cómo la secretaria que se precia
tanto y tan públicamente de sus credenciales para el cargo, estuvo dispuesta a
aceptar esta situación anómala, que equivalía a una presencia que respondiera
directamente a La Fortaleza por un canal que no fuera el de ella en el
Departamento de Educación? Si algo tuvo que ver, en su anuencia, el dinero que
se le paga, comienza a resquebrajarse la imagen que nos ha transmitido el
gobernador de estar ante una profesional de “talla global”.
En casa no tengo televisión, así que
durante meses no tuve idea de a quién pertenecía la voz desentonada y agresiva
que escuchaba frecuentemente en la radio. Al principio, ni siquiera pude
sospechar que la que hablaba podía tener algo que ver con la educación o la
cultura. Si la memoria no me falla, imaginé que Keleher era una nueva
representante del PNP en la Cámara. El discurso centrado en la propia
ejecutoria, las dificultades para hablar y, sobre todo, la tendencia a alzar la
voz y arremeter contra el interlocutor, trajeron a mi mente un personaje de
nuestro imaginario ruin: Keleher hablaba como una “parcelera”.
La abyección de la pobreza, las
dificultades para abrirse camino y sobrevivir, la competencia extrema por
mínimos recursos disponibles, tanto como la falta de desarrollo y la
imposibilidad de ver un mundo con horizontes amplios, han construido ese tipo
de mujer (y hombre, porque no constituye una categoría intrínsecamente
femenina) que llamamos “parcelera”. Es la que defiende con todo lo obtenido a
duras penas: la parcela de terreno invadido o la parcela de terreno obtenido
por su sagacidad para ejercer el partidismo político como un oficio de pobre. Y
eso se hace casi siempre sin hombres, ya sea porque desaparecieron y se
desentendieron de los hijos o porque estos no sirven para nada.
Más allá de su sociología, en el
imaginario del país, la “parcelera” identifica un tipo de voz y una actitud. Un
verbo estridente y rayano al grito, descuidado y violento, que sabe llegar
rápidamente al asunto y busca imponerse por todos los medios. La voz de la
“parcelera” no escucha a nadie, no se preocupa por la corrección ni la verdad,
intimida o vence con actos de fuerza. Es imposible dialogar con una
“parcelera”. Su discurso está muy por lo bajo de la reflexión.
Así suena Keleher. La secretaria del
Departamento de Educación no parece ni secretaria ni departamental ni educada.
Quizá por ello, a la menor provocación, o mejor, a su menor irritación con el
prójimo, tiende a recitar en público su curriculum vitae. En varias ocasiones,
la he escuchado informar en qué universidades ha estudiado, qué títulos obtuvo,
dónde trabajó, cómo enseña lo mismo en un salón de clases que por teléfono. Una
vida pasada en escuelas y universidades, me ha mostrado un método prácticamente
infalible para saber si alguien está preparado: la longitud de la nota
biográfica es inversamente proporcional a la valía. Detallar títulos y
universidades, con frecuencia pretende ocultar una falta de vida intelectual y
el hecho de que apenas se ha leído desde que se desfiló con una toga. En un
año, nunca he escuchado a Keleher sostener una conversación que demuestre una
mente en acción, en pugna con la realidad que desea transformar para el bien de
estudiantes y maestros. En cambio, una y otra vez aparece informando el número
de escuelas que cerrará, muestra su ignorancia de la cultura del país sin
demostrar ningún interés por conocerla o, como hiciera recientemente, trata de
convencernos que 17 millones de dólares para enseñar “valores” a los
estudiantes es una minucia dentro del presupuesto que maneja.
Lo más desolador en este panorama es
justamente que el gobierno haya escogido a alguien como ella para dirigir al
Departamento de Educación. Ese mismo gobierno ha establecido un presupuesto
para el Instituto de Cultura Puertorriqueña de $16,509,000, de los cuales tan
solo $9,139,000 provienen directamente del gobierno central. Simultáneamente,
los mismos funcionarios permiten a Keleher la concesión de un contrato de 17
millones para enseñar “valores”, como si esto fuera posible mediante panfletos
en los que aparecen animales dialogando. Los verdaderos valores se encuentran
en la cultura misma (cultura que ni los funcionarios ni la secretaria parecen
poseer ni comprender). Como he escrito en alguna ocasión, nadie agrede, roba,
mata o se suicida, cuando lee un libro. Y lo mismo puede afirmarse de la
música, la danza, el teatro, las artes plásticas y las ciencias. Brindarle a la
población la posibilidad de relacionarse con la cultura, equivale
inmediatamente a descubrir un banco de talento insospechado, maravilloso y
transformador. Literalmente, se deja de vivir en la “parcela” y se descubre un
espacio vasto y un tiempo amplio. El primero está compuesto por las culturas
del mundo y el segundo por la historia.
Hace dos semanas, en mi columna de
este diario, aludía a los “jibaritos” y hoy escribo de la “parcelera”. No se me
esconde el hecho de que los epítetos infames que los que han dirigido esta
sociedad han reservado para marcar su diferencia con los demás, con los que
ubican lejos y consideran subalternos, comienzan a servir para describirlos. Si
entre unos y otros existió alguna vez una diferencia, hoy, culturalmente
constituyen dos estados económicos desiguales en los que se practica una
ignorancia compartida. Es muy probable que la “parcelera” de un barrio
marginal, tanto como la secretaria de Educación Julia Keleher, no sepan quién
es Manuel Zeno Gandía, Borges, Foucault o Egberto Gismonti. Las dos fracasarían
en el mismo examen, como lo harían también tantísimos hombres de verbo iletrado
y violento que también son “parceleros” y ocupan altos cargos en el Capitolio y
en las alcaldías.
Hace años, cuando accedió al poder
en su primer mandato, el presidente francés François Mitterand dijo a sus
ministros, que independientemente de sus cargos, todos debían ser Ministros de
Cultura. También hace muchos años, vi a mi madre besar un pedazo de pan viejo
antes de tirarlo a la basura. Fue simultáneamente una lección de valores y de
belleza. Fue gratis y se transmitió en silencio, con la contundencia de un
ejemplo que me ha acompañado a lo largo de la vida. Nada tuvo que ver con un
turbio contrato de 17 millones de dólares ni con la voz ni la actitud
destempladas de una “parcelera”.
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