Hubo dos marchas, al
igual que el año pasado. El primero de mayo, me uní a decenas de miles de
ciudadanos y caminé con ellos desde la Universidad hasta la Milla de Oro, donde
coincidieron otras muchedumbres venidas de distintos puntos de la ciudad.
En una sociedad tan
dividida y compartamentalizada como la nuestra, una marcha multitudinaria
refuerza los lazos comunes. Ciudadanos de distintos orígenes y edades, acaparan
una avenida con paso lento. En la marcha, como en pocas ocasiones, se vive el
placer de pertenecer a una comunidad. Millares han salido de sus casas;
millares están a nuestro lado porque sienten, piensan, padecen, resisten, igual
que nosotros. En una marcha multitudinaria, es imposible sentirse solo.
Así llegamos a la Milla
de Oro. Así llegaron allí otros ríos de gente. Nos sorprendió encontrar la
tarima ubicada en un lugar inapropiado para una concentración de esta magnitud.
Luego nos enteraríamos que, para dividir a los asistentes, el sitio había sido
impuesto por la Policía. Una parte del gentío se congregaba en la avenida
Roosevelt y la otra en la más estrecha Ponce de León. Ninguna de las partes
podía verse. La Policía sentaba las bases para que la marcha se transmutara
espacialmente en dos. Después se añadiría el elemento del tiempo: cuando
acabara la primera, se daría la señal para que comenzara la segunda.
Camino a la Milla de
Oro, vi las primeras señales ominosas. La cantidad de policías era una marcha
en sí misma. Centenares de agentes portando equipamientos militarizados
cercaban a la multitud. La cola de la manifestación era acompañada por al menos
25 motocicletas y una guagua. La exhibición de fuerza era desmesurada, la toma
de la zona parecía una escena de un golpe de Estado y resultaba ridícula y una
verdadera agresión dado el talante evidentemente cívico de los marchantes. ¿Por
quién nos tomaban? La pregunta debió surgir en miles de mentes que percibían
policías con cascos, coderas, rodilleras, chalecos, armas, que los convertían
en una suerte de cíborgs oscuros. Ya aquí seguramente estaba el plan, el diseño
de la segunda marcha.
La concentración del
primero de mayo, por segundo año consecutivo, era un éxito. A pesar de la desesperanza,
del golpe dado a la ciudadanía por múltiples reformas, a pesar del huracán,
estábamos allí y éramos muchos. El Puerto Rico que desea una sociedad mejor
seguía vivo.
Pasado el mediodía, la
primera marcha, la que nos perteneció, había terminado. Junto a un grupo de
personas caminé un buen trecho hasta encontrar un restaurante abierto. Allí
todas las mesas estaban ocupadas por gente que había marchado y había un
televisor. Asistimos allí a la segunda marcha, transmitida en vivo y,
sospechosamente, sin comerciales. No creo que esos canales hayan sustituido sus
programas del mediodía por la cobertura de los discursos y actos artísticos de
la primera marcha.
Durante casi una hora,
filas de policías militarizados bloquearon la ruta a un grupo de manifestantes
vestidos de negro, portando palos y escudos caseros. En la mañana, habían
caminado cerca de mí y era posible que no llegaran a ser 50. Poseían una
curiosa mezcla de marcialidad aficionada, exceso de testosterona y espíritu
deportivo. Algunos iban sin camisa, alardeando de una musculatura que de poco
serviría ante un policía cubierto de armaduras. Si su ambición era derrotar el
sistema, como indicaban sus consignas, el tamaño de su fuerza y el aficionismo
de sus medios los condenaban. Además, dada su informalidad, serían un grupo
fácil de infiltrar y manipular. Al igual que el año pasado, se convertirían en
personajes de un espectáculo transmitido en vivo, que sería la representación
de su entrampamiento. Durante horas, se pasearon con sus armas de pacotilla
frente a cientos de policías, sin que éstos intervinieran. La escena culminante
tenía un momento asignado y, por ello, en la tarde, dos grupos de policías les
cerrarían el paso en puntos opuestos de la Milla de Oro.
La confrontación no
llegó a los 30 segundos. En menos de 15, los escudos estaban en el suelo. En la
conjunción de este espacio-tiempo, en este kairós, se daba el momento
culminante de esta escaramuza de diseño. Su héroe fue el anónimo agente que
apretó el gatillo del primer gas lacrimógeno. Luego vino el bombardeo, las
balas de goma, los macanazos.
En el restaurante,
veíamos la "película" de la segunda marcha y, un poco más tarde, la
conferencia de prensa de Rosselló y Pesquera que convertían en víctimas a la
Policía y en victimarios a los manifestantes entrampados y utilizados,
dirigidos, mediante infiltración u otros medios, a crear una escena violenta.
Las razones de la marcha se enturbiaban. Los cierres de escuelas, el aumento
del costo de la Universidad, las violencias de la reforma laboral, las
reducciones propuestas a las pensiones, la corrupción en las contrataciones,
los salarios inverosímiles de los funcionarios, eran sustituidos por la imagen
de un pedazo de adoquín en la mano del gobernador. En política importa más la
percepción que la realidad, y en este caso esta imagen parecía sacada de un
libreto y me llevaba a preguntarme si la piedra no estaría ya desde el día
antes en La Fortaleza, gracias a los servicios de una agencia de publicidad.
Mientras tanto, la
Policía provista con armas verdaderas, y no con escudos de madera comprimida,
invadió en masa a Santa Rita. Los vídeos de su ataque muestran una falta de
disciplina y un revanchismo alarmantes. Desprovistos de órdenes de arresto,
violentaron residencias, golpearon, llenaron estrechas calles residenciales con
nubes de gases tóxicos. Fueron la imagen viva del hombre convertido en lobo del
hombre. Nada dijeron de esto ni el gobernador ni su jefe policiaco.
El resultado de estos
acontecimientos es el que sigue. A pesar de las campañas mediáticas y la
propaganda del gobierno y sus compañeros de ruta, una profunda indignación,
unida a un extenso escepticismo, laten en las mentes de decenas de millares. La
crisis de credibilidad del gobierno no está sólo en Washington, sino también en
las mentes de los puertorriqueños. Pretender transformar la incertidumbre, los
desacuerdos, la oposición, el dolor y el civismo duradero y manifiesto de lo
que constituye sin duda la mayoría del pueblo, en una imagen trillada y
caricaturesca de violencia y anarquía, sería un acto vil, que demostraría a qué
extremos estaría dispuesto a llegar el gobierno para imponer sus decisiones. Y
esto, luego de la segunda marcha del primero de mayo de este cuatrienio, se
resume quizá en una irresistible inclinación a la mentira. Esta ya no sería una
reacción incidental, sino una política de Estado, quizá la primordial, quizá la
única. La realidad importaría menos que su manipulación. Algún estratega
estaría dispuesto a convencernos de que el pedazo de adoquín en manos del gobernador
causa más daño que los macanazos, que la carga de una jauría de guardias, que
una generosa rociada de gas pimienta, que una vistosa nube roja de gases
lacrimógenos. Se pretendería hacer creer que esta semana no hubo una
injustificada y, a la vez probablemente buscada y diseñada, violencia de
Estado.
La comparecencia ante la
prensa del gobernador y el jefe de la Policía, sería un escándalo si días antes
tuvieron en sus escritorios el diseño de lo que iba a pasar; si de alguna
manera miembros del gobierno contribuyeron para que la poderosa marcha de la
mañana fuera convertida en la patraña de la tarde. No lo sé, pero en miles de
puertorriqueños ya existe la duda.
Con apenas año y medio
cumplido de su mandato, el gobierno de Ricardo Rosselló profundiza su crisis de
credibilidad. Por 16 meses pudo beneficiarse de la buena disposición de muchos
ciudadanos, pero ahora se encuentra peligrosamente cerca de que se perciba o se
suponga su complicidad con actos y estrategias rayanas en lo seriamente inapropiado.
Luego de este primero de mayo, está a un paso de ser percibido como un
adversario hostil, como el hombre convertido en lobo del hombre.