Columna del escrito Eduardo Lalo en el periódico El
Nuevo Día del sábado 16 de diciembre de 2017 disponible en el enlace https://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/losestrategas-columna-2382658/
Este año infame termina para los puertorriqueños, pero
pienso que con él además se cierra un ciclo. Sin duda vendrán nuevos
acontecimientos que oscurecerán su memoria, pero es previsible que el 31 de
diciembre de 2017 no sea únicamente el fin de un año, sino de un tiempo, un
proyecto y un desvarío.
El
gobierno no lleva aún 12 meses al mando, pero hace mucho que sus posibilidades
reales de acción terminaron en este cuatrienio. No obstante, más que sus
predecesores, el gobernador y un escogido grupo de funcionarios van de un lugar
a otro, viajan constantemente a Estados Unidos, tuitean, se fotografían, se
montan en grúas y helicópteros. Tanta actividad resulta sospechosa: un intento
de demostrar que hacen muchas cosas, mientras el gobernador y su gobierno están
atrapados en una colonialidad que veda tomar una sola decisión de peso. La
faena del gobierno es un espectáculo, una campaña ininterrumpida de medios, un
año electoral que pretende extenderse hasta el 2020, para entonces, si hay
suerte, abrir más funciones.
El modelo es viejo, pero ingenuo y catastrófico en
nuestro contexto político. En países soberanos, sirve para camuflar o azucarar
las decisiones que alterarán significativamente el panorama social o económico
de una nación. Así se limitan o se eliminan derechos civiles o laborales; así
los pueblos mastican mejor las transformaciones que beneficiarán a unos en detrimento
de otros. El gobierno como espectáculo ha probado ser cínicamente exitoso
cuando se dispone de poder real, pero aun en estos casos, su éxito en la
cartelera prescribe y es sustituido por otro espectáculo, el de los opositores
de otra fuerza política o el de los rivales de la propia. Si se quiere un
ejemplo de esto, sólo hace falta comprobar quién es el actual inquilino de la
Casa Blanca.
Pero en Puerto Rico se vive en una realidad alterada,
una cuarta dimensión que en realidad es una forma de miopía o de casi
enternecedora idiotez. Los “estrategas” del gobierno mueven sus fichas en el
tablero: hoy el gobernador debe ayudar a limpiar una alcantarilla o trepar a un
poste; hoy la primera dama debe recibir un cargamento de baterías o aludir a
Cien años de soledad; hoy la secretaria de Educación debe meter un rolo en una
paila de pintura frente a una escuela o llevar una computadora a arreglar; hoy
el secretario de la Gobernación debe indicar con cuántos pueblos no ha tenido
comunicación a cuatro semanas del huracán; hoy el director de la AEE informará
sobre el generador portátil que ha ordenado para poder electrificar los
ventiladores de techo de un cuartel de policía; hoy llamará desde Washington la
comisionada residente para informar que vio al presidente Trump en CNN.
Mientras esta actividad frenética se orquesta y
ejecuta, el mundo real se empecina en existir. La Junta de Control Fiscal
impone términos, fechas, decisiones, que tronchan la capacidad de obrar del
gobierno. Éste se hunde aún más en la bancarrota y calcula hasta cuándo podrá
pagar la nómina. Una jueza federal es designada como una especie de tutora de
la administración del gobernador y lo que en su momento pueda o no decidir en
su sala causa escalofríos. Un huracán pasa al norte del país y aun así deja a
la mayor parte de éste sin servicio eléctrico. Exactamente dos semanas después,
arriba otro que nos atraviesa de sudeste a noroeste y que equivale a un
bombardeo. Quedamos sin luz y sin agua, millares incontables sin casas. No hay
comunicaciones ni combustible. Hay zonas en las que se agota la comida. Los
días se convierten en semanas y éstas en meses y, caídos miles de árboles,
queda a la vista de cualquiera la abyecta realidad social del país. Los
“estrategas” que habían diseñado un plebiscito fársico, en el que apenas vota
el 20% del electorado, obtienen la respuesta que no esperaban ni contemplaban,
cuando se les concede el lanzamiento presidencial de rollos de papel toalla:
una estadidad desechada o desechable, un pañuelo para las lágrimas o la risa.
Con al menos dos terceras partes de Puerto Rico a
oscuras, a 100 días del primer huracán, un proyecto de Reforma Fiscal en el
Congreso estadounidense amenaza con causar la pérdida de decenas de miles de
empleos. En el voluminoso texto que ahora se discute, no se halla una sola
mención de Puerto Rico. El futuro del gobierno, por tanto, es el siguiente:
deberá constreñirse a los deseos de la Junta de Control Fiscal, de la jueza que
se le ha impuesto, a las arcas vacías de la bancarrota, a la masiva evaporación
de empleos y de actividad económica de envergadura por la aprobación de la
Reforma Fiscal, y a todo esto se añade las heridas sin sanar, y muchas veces
sin atender, de los huracanes.
Ante esta inmensidad, el gobierno no puede tomar una
sola decisión propia y libre. Solamente se le ha ocurrido extender la mano en
Washington y, en San Juan, intentar que “salpiquen” las ayudas en los bolsillos
de los que colaborarán camino a las próximas y aún lejanas elecciones.
Los “estrategas” y sus pupilos lo tienen muy difícil.
Los presidentes de las cámaras legislativas tanto más y por eso han visto como
un regalo caído del cielo la expulsión expedita de uno de sus cuates, las
elucubraciones onanistas sobre el voto presidencial y la falsa moral institucionalizada
como discrimen de su nueva ley religiosa, que además es pertinentísima en estos
momentos.
En algún buen restaurante, provisto de generador
eléctrico, el gobernador y su gabinete, la comisionada residente, los
presidentes legislativos y sus “estrategas” se rebanarán los sesos buscando la
manera de no tener que hacerle frente a la realidad y así los episodios
recientes del tiempo, del proyecto, del desvarío de la vigorosa colonialidad
puertorriqueña puedan acabar sin dar más sobresaltos.
Este es un país de “estrategas”, al punto que el gran
César Andreu Iglesias creó uno en las columnas que se recogen en Periodismo
vital editado por la ASPPRO hace unos años. Se trata de Salustiano Woodrow Ríos
que impartía cátedra en el Nene´s Bar que aparecía con frecuencia en los textos
de este autor. En la columna “Idea salvadora” (que es justamente lo que
necesitan ahora el gobierno y sus “estrategas”) Salustiano parte del acto de fe
canónico del anexionismo: “No hay diferencia entre Puerto Rico y Estados
Unidos”. Por tanto, las grandes compañías con miles de empleados y miles de
millones en ganancias podrían mudarse a Puerto Rico. De esta manera los embates
de la bancarrota y la Reforma Fiscal cambiarían de dirección y sería Estados
Unidos el que se quedaría sin empleos y sin recursos. Así, además, Puerto Rico
sería más Estados Unidos que Estados Unidos.
El
argumento es tan lógico como los que hemos escuchado recientemente en boca del
gobernador o la comisionada residente. Sin
embargo, existe un problema. A ver cómo lo pongo: para llevarlo a efecto habría
que tomar la realidad de que hemos dejado de ver la realidad por décadas y
convertirla en una realidad universal. En este momento, dando los últimos
bocados del plato fuerte, a un nuevo Salustiano Woodrow Ríos se le prende el
bombillo. Apura un trago de vino y está seguro que ha dado con la clave para
que Puerto Rico sea lo mismo que Estados Unidos y el mundo acabe de ponerse al
revés: “¡Lo tengo! ¡Y si ponemos al gobernador a tirar rollos de papel toalla
en Washington!