Columna del escritor y periodista Benjamín
Torres Gotay en el periódico El Nuevo Día
del domingo 3 de diciembre de 2017, disponible en el enlace
Como una ola
que arrasa un castillo de arena que había sido construido con mucho esmero,
dejando apenas los cimientos, el huracán María barrió con lo que quedaba de los
contornos del Puerto Rico que conocíamos hasta ahora. Esos contornos, lo
sabemos, venían siendo desdibujados hace tiempo por la debacle económica, por
el desplome de las instituciones del Estado y por la ausencia de legitimidad
del régimen colonial bajo el cual hemos vivido por toda nuestra historia,
aunque se le hubiera querido maquillar en el 1952.
María acabó
con lo poco que quedaba. Nos dejó un país mucho más pobre, con posiblemente
hasta el 60% de sus habitantes bajo el nivel de pobreza, una cifra que no
veíamos aquí desde el 1980, según un análisis del Centro de Investigaciones
Censales de la Universidad de Puerto Rico (UPR) en Cayey. Nos deja un país con
mucha menos gente, con cientos de miles yéndose a Estados Unidos, llevándonos a
menos tres millones de habitantes por primera vez desde 1970.
María nos
dejó un país con la economía en ruinas, con una reducción en la actividad
económica que puede llegar hasta un espantoso 15%. Quedaron, a la vera
del derrumbe, miles de negocios cerrados y posiblemente hasta 15,000
compatriotas sin medios para llevar el pan a los suyos. Nos deja un país con la
infraestructura destruida y sin dinero para reconstruirla. Nos dejó un país
atónito, herido, en franca crisis de identidad, que no sabe ni por dónde
empezar a caminar de nuevo.
Nos toca,
entonces, hacer acopio del panorama, caminar entre las ruinas humeantes,
superar la decepción, el dolor y la rabia y ver por dónde se puede empezar a
construir de nuevo un país que ofrezca a la mayor cantidad posibles de sus
habitantes la posibilidad de alcanzar una vida digna.
No va a ser
fácil, sobre todo porque para reemprender el camino hay que reconciliarse
primero con varias dolorosas verdades que contradicen mucho de lo que se ha
tenido aquí por dogma por generaciones.
Lo primero
es que los recursos que va a tener el gobierno de ahora en adelante van a ser
mucho menos de los que ha tenido hasta ahora y eso de alguna manera nos va a
impactar a todos. Ya no va a poder ser, aunque quiera, la mamá grande que
va a tener cómo cuidarnos a todos. Los puertorriqueños vamos a tener que
aprender a resolver algunos problemas por nuestra cuenta, a tener más
iniciativa, a ser más proactivos.
Eso tiene
que aprenderlo el país y estar vigilante, porque no hay ninguna razón para
creer que cuando haya menos recursos, lo que haya serán para quienes más lo
necesiten. La experiencia ha demostrado hasta ahora, demuestra incluso en lo
poco que se ha visto después de María, que primero va la gente cercana al
poder y después los necesitados. Esa infame práctica que hemos visto aquí
por décadas no ha cambiado hasta ahora y si no velamos sigue pasando. Incluso,
ahora hay que velar más que antes porque ya no habrá paralos dos, como llegamos
a creer que era el caso.
Lo segundo
(o quizás lo primero, eso que lo decida el lector) es que no se puede seguir
mirando a Estados Unidos para que nos resuelva todos nuestros problemas.
Han pasado
hoy 74 días de María y todavía es la hora que en Estados Unidos no hay ni
siquiera una propuesta formal para la asistencia especial que la isla necesita
para emprender una reconstrucción que nos permita resistir en mejores
condiciones el próximo huracán que, inevitablemente, tarde o temprano
llegará.
De lo único
que se ha hablado es de los controles para que las autoridades locales no
despilfarren lo que se dé, si algo se termina dando. El Gobierno ha pedido
$95,000 millones. Hubo una asignación de $44,000 millones, que el Congreso no
ha atendido, pero que es también para Houston, Florida, Islas Vírgenes y
California.
Encima de
eso, las dos cámaras legislativas federales aprobaron una reforma contributiva
que obligaría a las industrias estadounidenses que operan aquí a que paguen un
arancel por llevar sus productos a Estados Unidos. Todo el que ha analizado eso
seriamente dice que ese arancel puede costar hasta unos 70,000 empleos
directos. Sería, han dicho algunos con mucha razón, más devastador incluso que
el huracán María.
La medida
todavía tiene que ser discutida entre las dos cámaras antes de su aprobación y
quizás ahí se le tira algo a Puerto Rico. Pero no deja de ser inquietante, y
extraordinariamente revelador, que la medida haya sido aprobada por las dos
cámaras sin que ninguna se haya percatado, o, peor, no le haya importado, el
puño al estómago que eso puede representar a la economía puertorriqueña. Acá
vivimos obsesionados con Estados Unidos. Allá hay que tocarlos por el hombro
para recordarles que existimos.
Eso se une
al desdén por el resultado de dos consulta de status que, con todos sus
defectos, que son muchos, arrojaron resultados que se pueden interpretar como
favorables a la estadidad, a la manera en que nos trataron cuando no se pudo
pagar más la deuda y a cómo nos hicieron esperar hsta lo último por una medida
que evite que nuestro sistema de salud se quede sin dinero y es obligada la
conclusión de que Estados Unidos ha empezado a desentenderse de los problemas
de Puerto Rico.
Puede ser el
resultado del despilfarro, la dejadez y la corrupción de décadas con lo que ya
recibíamos. O puede ser que ya no le importamos tanto como alguna vez. Pero no
se puede evitar concluir que el nuevo Puerto Rico tiene que configurarse
pensando en una nueva manera de relacionarnos con Estados Unidos.
Hay
más, pero solo en esos tres aspectos, un país con menos recursos, obligado a
tener un gobierno más pequeño y, ojalá, quieran los electores, menos corrupto,
más una manera distinta de aproximarse al tema de Estados Unidos, hay tres
verdades dolorosas con las cuales nos toca lidiar en el complicado mundo
pos-María.
Veamos
y entendamos, no vayamos a terminar de nuevo, construyendo castillos de arena.
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