Columna del Prof. Efrén Rivera Ramos en el
periódico El Nuevo Día del martes, 20
de diciembre de 2016 disponible de manera electrónica en http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/lauprylatransicion-columna-2273806/
En días recientes la
gerencia de la UPR fue citada a comparecer a las vistas de transición
conducidas por los equipos de los gobiernos entrante y saliente. Al momento de
escribirse esta columna todavía los funcionarios citados no habían comparecido.
Ello no es obstáculo para que adelante algunos criterios sobre el particular.
No es irrazonable que el
gobierno que comienza sus labores quiera conocer la situación fiscal de la
universidad del estado. La institución se financia con fondos públicos. Los
recursos que se destinen a sus operaciones afectarán la disponibilidad de
recaudos para otros propósitos. El plan
fiscal que se le someta a la Junta de Control Fiscal deberá contemplar la
inversión que la administración decida hacer en la educación universitaria
pública. Más aún, la UPR ha sido y deberá seguir siendo un elemento clave en el
desarrollo económico, social, cultural y político del país.
Pero el manejo gubernamental
de la universidad del estado encara retos particulares. La UPR no debe considerarse una agencia más. Su naturaleza y
función exigen un cuidado extremo en el trato que reciba de la administración
en el poder.
En primer lugar, se supone
que la UPR sea una entidad autónoma. Esa autonomía se debe traducir en
condiciones que le permitan tomar decisiones propias en los ámbitos académico,
administrativo y fiscal. La autonomía académica de las universidades y sus
integrantes tiene raíz constitucional. Se deriva, según los tribunales, de las
exigencias de la libertad de expresión contenidas tanto en la Constitución de
los Estados Unidos como en la de Puerto Rico. En cuanto a la UPR, su relativa
autonomía fiscal y administrativa encuentra apoyo en la estructura y
disposiciones de la Ley de la Universidad de Puerto Rico vigente.
Independientemente de esas
disposiciones legales, la autonomía de la universidad encuentra sostén también
en los entendidos prevalecientes en el mundo de la educación superior de la
cultura mayor de la que formamos parte. Esos entendidos tienen sus razones de ser.
Las universidades son
entidades dedicadas a la producción y transmisión del conocimiento. En la
cultura occidental, con sus altas y sus bajas, ha sobrevivido la idea de que la
producción del conocimiento debe estar basada en la más plena libertad de investigación
y opinión. Esa libertad se ejerce en los salones de clase, en los laboratorios,
en las bibliotecas, en los trabajos de investigación y publicación, en los
servicios que se brindan a los estudiantes, en las tareas de servicio
comunitario, en los eventos extra y cocurriculares y en toda otra actividad de
naturaleza académica. Ninguna de esas
actividades debe estar determinada por consideraciones religiosas, partidarias
o motivadas por discrimen insidioso alguno. El conocimiento no debe estar sometido
a los dictámenes del estado ni tampoco a las lógicas exclusivas del mercado.
Eso explica la necesidad de
la autonomía académica. Las autonomías fiscal y administrativa tienen conexión
con la primera, pues un presupuesto o un esquema gerencial expresan prioridades
que afectan las decisiones sobre qué se enseña, cuándo, cómo, a quién y por
quién.
No es que la Universidad
necesite ser autónoma. Es que el país necesita una universidad pública autónoma
que lleve a cabo eficazmente su misión de formar a sus profesionales y de
generar y transmitir el conocimiento de la manera más acorde con las exigencias
de excelencia de las disciplinas que se enseñan y se cultivan.
Por ganar ventajas sectarias
pasajeras –como ha ocurrido en el pasado bajo administraciones diversas– no se
debe sacrificar el beneficio que comporta una universidad que opere con la
suficiente autonomía para servir sin trabas no a las administraciones sucesivas
sino al país y a su gente.
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