Columna de opinión de la
escritora Dra. Luce López Baralt en el periódicvo El Nuevo Día del domingo 25
de febrero de 2018 disponible a través del enlace https://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/perdonenmitristeza-columna-2401542/
Escribo
estos renglones dolidos sobre nuestra encrucijada histórica bajo el amparo de
un verso de César Vallejo: Perdonen la tristeza. Admito que la crisis que
atraviesa Puerto Rico ha sido de tal magnitud que ha logrado diezmar mi
inveterado optimismo vital. Todos y cada uno de los puertorriqueños, lo
admitamos o no, hemos quedado atónitos ante el descalabro que con tanta rapidez
se ha abatido sobre nosotros. Todavía estamos tratando de reaccionar y de
asumir la debacle, lo mismo que aquellas generaciones posteriores a la crisis
del '98, que vivieron cambios históricos súbitos, pobreza extrema y
humillaciones políticas, a las cuales se sumó, como ahora, un huracán
demoledor. La primera reacción ante una tragedia completa es enmudecer. Pero me
he impuesto reflexionar, como una simple una ciudadana de a pie que necesita
medir su desdicha, cómo siento a Puerto Rico en estos momentos.
Soy
tan antigua que aun puedo recordar gobiernos con superávit y políticos que no
robaban. De niña palpé la energía del país cuando aún era vibrante y presagiaba
un posible futuro más alentador. Fuera éste el futuro que fuera, porque se
ofrecía a nuestro imaginario colectivo como un futuro abierto que podríamos
construir juntos. Los puertorriqueños de hoy hemos canjeado la esperanza de una
posible solución al status político por una encerrona, el progreso económico
por la certeza de un empobrecimiento paulatino. La otrora “vitrina del Caribe”
se nos ha convertido en la penúltima economía fallida del mundo después de
Venezuela. ¿Qué hacen las naciones cuando su plataforma política y económica se
desfonda y las expectativas de futuro colapsan? Los ciudadanos se unen para
reinventar un país, para hacer un proyecto de país, que es un concepto válido
que tenemos que potenciar de manera pragmática. No damos muestras de estar en
camino de hacerlo. Reconozco de entrada que la tarea es cuesta arriba, porque
al ser una colonia (“territorio” la llaman ahora), para proponer un proyecto de
futuro tenemos que contar con la acquiescencia de la metrópolis. Nuestra
primera dificultad es que no caminamos solos: dependemos para todo de los
intereses de un país que a menudo contradicen los nuestros.
Perdonen
mi tristeza.
Vale
la pena considerar por separado cada posible fórmula de status, pues cada una
tiene sus encrucijadas propias que dificultan el que nos unamos para construir
un país con futuro. El panorama de los que favorecen la anexión y que están
actualmente al mando del gobierno (es un decir) se presenta especialmente
difícil. Intentan obligar a Estados Unidos a concedernos la estadidad
justamente en el momento en el que Washington da muestras inequívocas de no
estar interesado en anexar nuestro país latinoamericano, hispanohablante y
racialmente mezclado a la unión norteamericana. Aunque es irónico que Puerto
Rico quiera asimilarse a un país que está implosionando, el gobierno esgrime
plebiscitos trucados en los que la mayoría del pueblo se inhibió de votar.
¡Como si los congresistas no supieran contar porcentajes! Ya nos han asegurado
a través de Marco Rubio que no hay ambiente para considerar la estadidad:
muchos legisladores ni siquiera saben que somos ciudadanos americanos (y se
horrorizarán de averiguarlo). Es igualmente patético que destaquemos
legisladores “en la sombra” y que queramos votar espuriamente por el Presidente
cuando Trump nos tira papel toalla (simbólico de otro tipo de papel) como si estuviera
en un circo romano.
Perdonen
mi tristeza.
Por
otra parte, el gobierno no explica las consecuencias económicas de la anexión:
pagaríamos impuestos federales altísimos que acabarían por arruinarnos, ya que
no tenemos la solvencia de los demás estados. Por no decir que perderíamos el
alma; es decir, nuestra identidad como país, porque la asimilación es un sine
qua non de la estadidad, no empece las entelequias de la estadidad jíbara.
Nuestra desesperación por ser aceptados como “estadounidenses a tiempo
completo” ha convertido el cabildeo en una gesta de mendigos. O de insensatos:
algunos piden que se le impongan impuestos federales al país como territorio
incorporado sin garantía ninguna de que ello asegure la estadidad. Las
humillaciones continuas a la que nos estamos sometiendo terminan por lacerarnos
a todos. Deberíamos sospechar que Estados Unidos comienza a abandonarnos. Pero
ni el gobierno se da por enterado ni la metrópolis suelta prenda sobre lo que
terminará de hacer con nosotros. Todo ello dificulta la tarea de pensar con
serenidad el futuro para refundar el país, por usar el término de Marcia
Rivera.
Perdonen
mi tristeza.
Tampoco
los estadolibristas y los soberanistas la tienen fácil en estos momentos de
encrucijada. Estados Unidos decidió unilateralmente adulterar (cuando no
tronchar) el proyecto político del Estado Libre Asociado, posiblemente porque
ya no interesaba a la metrópolis, que no hubiera podido imponer una Junta
Fiscal de poderes omnímodos a un pueblo soberano. (Ni siquiera mínimamente
soberano.) La falta de líderes auténticos y la fragmentación política impide
que los autonomistas se unan para proponer soluciones viables y reescribir a
fondo --y dignamente-- las relaciones de la isla con Estados Unidos. El país
espera aun por una reformulación del concepto del ELA que tenga consenso para
que pueda ser luchado de manera colectiva: parecería que todos han enmudecido.
También las voces de la independencia se han silenciado durante la actual
crisis y no presentan una opción creíble. Al margen de apelar a nuestro
patriotismo latente (pero siempre vivo), los partidos independentistas no
explican al pueblo las consecuencias económicas de separarnos de los Estados
Unidos. No han dicho cómo sobreviviríamos económicamente sin las ayudas federales
que (a regañadientes) aún nos otorgan, ni cómo estableceríamos acuerdos
políticos y económicos con el resto del mundo. Sin esta información crucial
para formular responsablemente un país soberano, no vamos a ninguna parte.
Perdonen
mi tristeza.
Se
ha desatado una crisis de confianza a muchos niveles. Ni nuestro gobierno local
ni el gobierno de Estados Unidos nos ofrecen credibilidad, y ese escepticismo
inmovilizador pone freno, una vez más, a la posibilidad de trazar un proyecto
de país. El nivel de corrupción al que hemos llegado es el primer obstáculo que
confrontamos al momento de intentar repensarnos como pueblo. Como en buena
medida somos responsables de nuestro propio colapso moral, nadie podrá
“reenrutarnos” éticamente sino nosotros mismos. En este momento nos
preguntarnos, no sin angustia: ¿cómo creerle a un gobierno incapaz de saber el
monto de sus propias finanzas y sus propias deudas, o aun de contar los
fallecidos tras el paso de María? ¿Qué se puede esperar de políticos que
asignen pensiones de $16,000 en medio de la quiebra fiscal? ¿O de una Junta
Supervisora que aumenta su propia asignación fiscal cuando la pensión de los
maestros zozobra? Difícil entender por qué ni Energía Eléctrica (y ni siquiera
FEMA) nos acaban de aclarar por qué seguimos a oscuras; difícil creer que
podamos sobrevivir sin la condonación de una deuda monstruosa; difícil
persuadirnos que la Junta Fiscal y las cortes beneficien a Puerto Rico sobre
los intereses de Wall Street; difícil creer que la imposición de la austeridad
resuelva nuestros problemas cuando más bien podría agravar la situación, como
en Grecia; difícil creer en la buena voluntad del gobierno de Estados Unidos,
que se desentiende de la desesperación de las personas arruinadas por el cierre
de negocios y el alto costo de las plantas eléctricas, y del sufrimiento de los
encamados cuya vida depende de respiradores o sistemas de diálisis; difícil
creer que el hotline desbordado de ayuda a los suicidas no sea la espantosa
punta del témpano de un deseo colectivo inconsciente de desaparecer. Difícil
creer que una administración central que se ha tornado racista y xenófoba no
esté discriminando a su territorio por su condición mestiza. Sé bien que cuando
el Presidente denuesta a países africanos e hispanos como "---holes "
se hace eco de prejuicios antiguos: de niña las monjas norteamericanas con las
que me eduqué nos martillaban frases como “Puerto Rico is trash”, “Puerto Rico
is junk”. Jamás me he curado de esa agresión contra mi psique infantil, porque
sé que pensaban sinceramente que éramos inferiores. Trump recicla y saca a la
luz prejuicios muy antiguos.
Perdonen
mi tristeza.
Y
la emigración. Muchos compatriotas han tenido que huir de la isla para
sobrevivir, sumiéndonos a los demás en la náusea existencial de vernos
diezmados como familias. Cuando los veo encaminarse al avión sabiendo que el
precio de un posible empleo es la discriminación segura se me parte el alma.
Pero estas rupturas tienen consecuencias nefastas que aún no hemos podido
medir: perdemos muchos ciudadanos profesionales, con lo que la isla queda cada
vez más desprovista de servicios; perdemos personas arrojadas e industriosas,
que son las que podrán sobrevivir los avatares inciertos del exilio. Vamos
quedando disminuidos y achatados como población. Se nos va un pool genético
inapreciable y una materia prima excelente con la que podríamos construir
adecuadamente nuestro país. Por más, estar divididos entre la diáspora y los
puertorriqueños de la isla tampoco nos ayuda a manejar unidos el futuro.
Perdonen
mi tristeza.
Y
la asimilación. Estamos ante un nuevo escenario: parecería que se comienzan a
borrar los lindes identitarios de nuestro pueblo. Muchos de nuestros niños y
jóvenes comienzan a hablar inglés entre ellos. El canje del vernáculo es un síntoma
ominoso para cualquier nación, porque la persona habrá de pensar el mundo desde
la cosmovisión del nuevo lenguaje. Decía bien Pedro Salinas: no es lo mismo ser
en inglés que ser en español. Y no cabe explicar la situación por los juegos,
videos, cines y noticias en inglés que bombardean nuestra sociedad, pues sucede
igual en muchos otros países. Antes hay que pensar que los padres que permiten
la pérdida de la lengua materna en sus propios hogares dan por bueno que sus
hijos pertenezcan ya a otro país, aun sin haberse movido del suyo propio. No es
exagerado sospechar que todos estos nuevos niños angloparlantes terminen
viviendo en Estados Unidos, país por el que apuestan inconscientemente al
hablar inglés como lengua materna. Es allí que se sentirán cómodos. Ponderemos
un momento lo difícil (¿lo ridículo?) que nos será construir un proyecto de
país soberano en inglés.
Perdonen mi tristeza.
And
yet, and yet...las banderas puertorriqueñas ondean por doquier en medio de la
debacle. Creo que he aprendido a leer su significado profundo. No se trata de
la obvia afirmación patriótica que toda enseña nacional implica: es más bien un
clamor que lanzamos al mundo reconociendo que estamos solos. Incluso un alcalde
propuso que, con el debido respeto, ondeáramos nuestra bandera al revés
--código conocido de emergencia-- para alertar al mundo de nuestra necesidad de
atención internacional. La crisis histórica y la desconfianza política ha
terminado por generar frutos interesantes. Comenzamos a caer en la cuenta de que
solo podemos contar con nosotros mismos. Hemos sido capaces de alumbrar
alcaldías, barriadas y calles por nuestra cuenta cuando el gobierno y FEMA nos
toman el pelo y nos fallan. Vamos descubriendo nuestra autonomía: self-relience
la llaman en inglés, por si las dudas. El economista Gustavo Vélez admite que:
“es momento de digerir la dura verdad de que estamos solos” (El Nuevo Día, 21
de enero 2017, p. 7). Esta soledad política comienza a calar también en la
conciencia colectiva: Gilberto Santa Rosa, dando voz a muchos puertorriqueños
anónimos, propuso en una entrevista la deseabilidad de crear “una economía
nacional [que] satisfaga las necesidades básicas de la ciudadanía sin
necesariamente depender de lo que exista fuera de nuestras costas” (El Nuevo
Día, 9 feb. 2018, p. 52). Cabe interpretar estas voces como síntomas de que
deseamos comenzar a dar marcha atrás a siglos de dependencia, primero del
situado que nos llegaba de México y ahora de los cofres federales de
Washington. Romper la mentalidad de 500 años de colonialismo es muy cuesta
arriba, pero hay golpes históricos tan dolorosos que podrían ayudar a despertar
nuestra conciencia colectiva. Las tragedias pueden denigrar una nación, pero
también pueden hacer que ésta descubra sus energías soterradas.
Los
periodos de crisis y oscurantismo pueden, en efecto, dar paso a un renacimiento
histórico. Ojalá así sea para Puerto Rico. Dudo que en el lapso que me queda de
vida pueda ver con mis propios ojos la reformulación y la puesta en efecto de
mi país como nación digna, pues sé bien que son procesos históricos muy largos
y muy complejos. Pero también sé que un país como este, que tanto ha resistido
y que amo tanto, no puede desaparecer sin más de la faz de la tierra, ni
asimilado a otro ni humillado para siempre. Apuesto a Puerto Rico. Tenemos las
energías y el talento para ser un gran país, si creemos en nosotros mismos. Me
ato a esa esperanza. Si así fuera,t
Perdonen
mi alegría.