Vamos a hablar claro: ser bruto está de moda. Consumir cultura “light” de Pablo Conejo y
celebrar la apertura de nuevos centros comerciales mientras la educación causa
depresión es cosa de todos los días. No tengo tiempo ni espacio para explicar
el proceso que llevó al statu quo,
pero la realidad es que, hoy en día, ser, o en muchos casos sólo sonar, inteligente es visto como un ataque en
contra de todo y de todos.
Para Antonio Gramsci, el trabajo del intelectual podía
ser la crítica dura a la superestructura politico-ideológica existente en
defensa de los oprimidos por dicho sistema, y es eso lo que hace imperdonable y
ridícula una cultura en la que apuntar a lo que está mal y señalar posibles
soluciones está mal visto.
Hoy, el que critica desde una
posición bien informada es visto con recelo y hostilidad. Desde desconfianza en sus palabras
hasta infundadas críticas que van de insultos a cuestionamientos de amor patrio
y humildad, el antiintelectualismo es tan popular como la basura en la
televisión.
En un país como el nuestro, lo que hace más falta es
labor intelectual que vaya directamente en contra de la idiotez rampante de los
políticos y el gran porcentaje de las figuras públicas que gozan de atención en
los medios. Sin embargo, esa labor está mal vista. Por desgracia, parte de la
culpa la tienen los intelectuales por dos razones: asumir posiciones que los
hacen ver como que no pueden tomarse una cerveza en cualquier chinchorro
mientras juegan dominó y por no atacar ese antiintelectualismo de frente.
Es hora de que la inteligencia nacional se una, acepte
su pluralidad y, desde esa unión, batalle la estupidez. No vale más la opinión
de un profesor que la de un poeta, y ambos deben enfrentar el
antiintelectualismo de frente.
No es malo asumir posiciones contrarias a las de la
mayoría, y sería un placer ver a más intelectuales soltar un potente “¡carajo!”
para llamar la atención en lugar de refugiarse en el silencio y las torres de
marfil.
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